La fiesta de las Palabras

Fotografía: Cheché Díaz Yugurí

Que suerte la mía, aunque para algunos será infortunado, que aun en medio de los torrentes y las tragedias, mi alma quiera celebrar. Me han dicho que hoy es el día del escritor, y aunque para mi no es oficio sino distracción, me apetece sorber un poco de entusiasmo para aplaudir que existe la posibilidad de plasmar en papel, y en pantallas, esas prodigiosas representaciones gráficas que fungen como piezas invaluables de la comunicación, fatuas o prominentes, palabras al fin.

Hay pocas cosas más hermosas que una carta de amor, y nada más contundente que un pacto sellado en un documento. ¿Que son maravillosas fonéticamente? Si, pero adquieren otra dimensión las ideas y pensamientos, la prosa y la poesía, cuando se escriben, combinando sinfónicamente sílabas fabricadas de grafemas o caracteres que afanosamente se unen para darle significado a la razón.

¿Que fueran de Shakespeare, Neruda o García Lorca sin la palabra escrita? Seres pensantes deambulantes sin dirección ni motivo. ¿Qué sería del mundo sin la Biblia, la Odisea y Don Quijote? Un cuadro sin amarillo o un bosque sin colorido. ¿Qué habría pasado de no transcribirse palabras tan memorables como el discurso de Luther King, las de Abraham Lincoln y las de nuestro Libertador? Los sueños tendrían otros sentidos y la esperanza poco valor. ¿Si Mark Twain, Julio Verne, Ian Fleming, García Márquez, Vargas Llosa, Juan Rulfo, Borges o la Mistral no hubiesen osado a exponer en tinta sus conocimientos e imaginario? La poesía estaría incompleta y no tendríamos a Tom Sawyer, al Capitán Nemo, a James Bond, a Fermina Daza, a Pantaleón y sus visitadoras, y a Pedro Páramo, entre tantos místicos personajes en nuestro acervo cultural. ¿Y si Gallegos, Uslar Pietri, Arvelo o Andrés Bello no hubiesen querido escribir? Venezuela fuera el asilo de hombres a la vez de muy cultos despiadadamente indiferentes, y América del Sur un continente desorientado carente de Lanzas Coloradas, Canaimas, Florentinos y buena ortografía.

La palabra escrita tiene el poder de transportarnos a dimensiones asombrosas del saber, de describirnos la hermosa fantasía de los autores y de tocarnos las fibras más intensas de nuestros corazones. Es una daga venenosa que nos mata el alma de a poquito y paradójicamente una vendita curativa que nos alivia las emociones. Es un arma poderosa que bien puede esclavizarnos, liberar o conducir; que nos asombra y nos enseña, que atemoriza, seduce, profana y enternece; que sacude, aclama, enamora y somete; que transgrede, enaltece, conmueve y eleva.

La palabra cuando se escribe puede convertirse en tantas cosas: en figura de culto, en obra trascendental, en bucólicas historias, en memorables aventuras, en compromisos que con el tiempo acabarán por romperse, en aférrimas declaraciones, pertubadoras canciones, inquietantes contratos, eficaces propuestas, en fascinantes guiones, en vanguardistas publicaciones, y en escudo para los que se incomodan al articular y prefieren los textos.

El maestro Andrés Bello estuviese cumpliendo casi 230 años, por eso quiero hacer una fiesta en la que: Luz, Alegría, Magia, Nardos y Asombro organicen; Música, Anhelos, Tolerancia, Sueños, Divertimento y Esperanza amenicen; y, Respeto, Inesperados, Inoportunos, Caricias, Emoción, Claridad, Excelencia y Magnánimo sean los comensales; y que a su vez, Gloria, Delicia, Poesía, Preludio, Instinto, Decencia, Vueltas, Camino, Paz, Robert Downey Jr y todos los que se llamen José sean también convocados.