Yacía plácida en mi cama de estrellas
disfrutando un domingo en soledad
cuando muy temprano en la mañana
llegó azotando puertas y ventanas, mientras por la ventana yo divisaba
a las ramas altas de los árboles bailando rock ´n roll.
Me quedé tranquilita, como si no me perturbara su llegada,
hecha la dormida seguía tumbada mientras le escuchaba entrar.
Con ese olor de transpiración tan característico del norte
y el escándalo de sus pisadas, sus silbidos, y ese sajón cantar.
Me agradó su inadvertida venida, de hecho desde hace tiempo que lo esperaba.
Y aunque me tumbó varios adornitos, y me ensució el piso de la sala
no me importó que viniera, prendido, y con ganas de pelear.
Yo seguía inmóvil cubierta de un cielo acogedor.
Y el catire, al ver que no le paraba, decidió sucumbir.
Se quitó sus botas punketas y suavecito en la cama se subió.
Suspiraba a mi oído cosas que por su estado yo no podía entender, mientras besaba mi cabello.
Yo, dándole la espalda, miraba por la ventana y disfrutaba callada una piloerección.
Se metió bajo mis sábanas y allí calmado se quedó.
Acariciaba indecente mis hombros, mi espalda, y con mucha ternura me abrazaba.
El sueño le venció, y la tímida salida del sol con él peleaba.
Al sentir los sollozos de sus ronquidos, tímidamente voltee, allí estaba conmigo, el hijo de Eolo, el menor, el Catire del Norte, acompañando con su normanda estatura la interesante conversa que teníamos silentes mi soledad y yo.
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